Aristóteles, a quien estudiaron con devoción los escolásticos medievales, tomó de Empédocles la teoría de las cuatro raíces y la reformuló como teoría de los cuatro elementos, y de la mano de la escolástica los alquimistas se aplicaron con entusiasmo –y caprichosa ambición- para experimentar con los elementos aristotélicos y recorrer el camino inverso al de los griegos, es decir, destilar las cualidades esenciales del agua, el fuego la tierra y el aire, como la pureza, el espíritu, la mónada, la trinidad, el cambio o la transubstaciación para materializar así el cosmos.
En esta ambición por obtener los principios vitales de la naturaleza, la piedra filosofal y el elixir de la vida, los alquimistas inventaron procedimientos para fabricar agua regia –una mezcla de ácido nítrico y clorhídrico, capaz de disolver el oro- y desarrollaron el alambique, pero, sobre todo, asentaron en Europa la vía experimental o empírica como instrumento de conocimiento y transformación del mundo.